viernes, 27 de junio de 2014

METAMÓRFICO, de Mariví Verdú


EL TRABAJO QUE CUESTA MORIRSE, de María Quesada


La tía Julia murió a los 93 años de edad. Repleta de historia, conoció la Monarquía, la República, la Dictadura y la Democracia. Escribo esto, porque quiero rescatar para la memoria de mi hijo y lectores, el montón de horas que me dedicó cuando yo era solo una niña. 

De toda la familia ha sido la persona más callada, la más trabajadora, la más noble; en su forma de sobrellevar la vida y de ir sobreponiéndose. Había en ella un sello aristocrático, una forma de encarar la vida y la muerte. 

La perspectiva que me da el hueco de su ausencia irrestañable es lo que permite valorarla: tenía luz propia. No esa luz de pose que suele brillar en las buenas familias de postín; sino la luz interior que brota, irradiando como un sol, desde dentro hacia fuera y baña al que está a su lado aunque éste no se dé cuenta.

Un calor tibio pero persistente me ha ido creciendo en la memoria al ir recordándola por entre los jirones de la vida. Y es que la vida misma es jovial y dura.

Por todos los rincones de la casa, aún se movía con 90 años con una increíble fuerza cincelada al fuego de la sobriedad. Cuidándolo todo y cuidando de todos. Y por la noche, muchas noches, siempre le quedaba un resto de generosidad literaria para contarme cuentos que se basaban en la vida real. Mi afición por las aventuras marineras se la debo a ella; igual que el entusiasmo por los bandidos de Sierra Morena y la Historia de España.

Por encima de todo recuerdo lo que ella misma vio para contarlo: la Guerra Civil española tras la Segunda República. Las imágenes del horror tuvieron que hacerme quedar boquiabierta en la cama antes de dormir. Parece que la escucho con su mismo tono de voz. Aquello fue de pánico; pero dicho con la sabiduría de la serenidad del que es capaz de sentir en sus carnes todos los horrores de la guerra.

Sí, sin ninguna duda, la tía Julia fue mi primera maestra en la enseñanza de las virtudes de la Historia y, sin embargo, a pesar del rictus de tristeza que siempre había en su alma, o tal vez por eso, no lo sé, también, como una lámpara inagotable nos alumbraba en silencio con su bondad, eso era, bondad y tristeza. Pues su vida parecía tener una aureola mágica de hondo encanto. Aunque, y de ahí su nobleza, nunca se entretuvo en refregarnos su pesar. 

Durante el último año de su vida me cogía la mano con sus blancas y huesudas manos, las venas a flor de piel, una piel increíblemente tersa; tranquilamente sentada en una butaca junto a la terraza, me miraba y con un don señorial me susurraba: “ Hay que ver el trabajo que cuesta morirse”. Y de hecho se fue muriendo en silencio, sin querer molestar. Se nos fue despacito, muy poco a poco, como se va poniendo el sol a la caída de la tarde, llevándose un baúl lleno de historias. Hoy hace años de su muerte, nunca la olvidaré.

Maruja Quesada Martín
25 junio 2014