viernes, 24 de marzo de 2017

RECORDANDO A GLORIA FUERTES, de Mariví Verdú.

Recordando a Gloria Fuertes.

Todavía recuerdo la primera vez que vi, oí y pude sentir cercana su presencia. La verdad es que al poeta que se quiere y admira se le siente a través del tiempo y a pesar de la muerte. La primera vez que vi a Gloria Fuertes fue en el Patio de San Agustín. Yo era joven y hippie por entonces y ya intuía la poesía como un dolor inmenso en el costado. El patio estaba a rebosar y yo me senté en el suelo, tan cerca que podía sentir su respiración, oler su tabaco e intercambiar con ella alguna mirada. La simbiosis era perfecta, su palabra era mía, conocida, querida y todo lo que hablaba estaba ya en mi memoria, digerido como suele pasar con los grandes maestros, hecho mío, respetado y querido al mismo tiempo. Conocí de memoria el contenido de su antología 1950-1969 y lo llevaba conmigo con el afán de que me lo firmara.

Por aquel tiempo tenía una colección de autógrafos de artistas que yo no sé por qué me dio por ahí: George Segal, Anthony Quinn, Claudia Cardinale, Maurice Ronet y Alain Delon, que por entonces rodaban una película en La Isla, un barrio de  Málaga que algunos del Archivo Municipal no conocían hasta que no les hablé de él... Los tenía del Dúo Dinámico, de Marisol, de Johnny Hallyday y Silvye Vartan, de Raphael, de Rocío Dúrcal y de más gente que ya ni me acuerdo. Sin embargo, habiendo conocido personalmente a Rafael Alberti -y a Nuria Espert que venía con él y más tarde vería interpretando colosalmente en el Cervantes a Yerma-, a Rafael Guillén, tan cercano, en el salón de Diputación cuando estaba en La Marina; a Manuel Benítez Carrasco, de copas, con quien me unió una gran amistad; a Pablo García Baena y Manuel Alcántara -a quienes rendí homenaje cuando tuve potestad para hacerlo-, a Gala y a tantos otros poetas, no les pedí jamás que me firmaran nada. Con ellos no tenía deseo alguno de esa niñería más que el de sentirlos y mimetizar el sentimiento como algo propio. Tal vez ya intuía el oficio y por eso sentía un profundo dolor en el costado que me dejaba aparte como habitando otro lugar que ellos me ofrecían...

Aquella primera vez que vi a Gloria Fuertes llevaba su libro de poemas para que me lo dedicara pero me quedé tan extasiada que se me olvidó. La segunda vez fue en El Pimpi. Al terminar su recital y en un arrebato pasional que solo ocurre cuando se es demasiado joven o viejo, me levanté, me fui a hablar con ella, la besé y me atreví a enseñarle mis poemas. Por los años setenta eran de amor, dudas existenciales, paranoias divinas...más o menos como ahora. Gloria y su voz querida me invitaron a leer. Me miró, sonrió, me pidió la libreta y me escribió esta dedicatoria que hoy os comparto. Así, sin esperarlo, sin proponérmelo...

Ay, Gloria, cuántas veces habré leído este poema tuyo...

Aún te veo, río de mi vida,
con los ojos que miran las montañas.

Yo era una montaña con almendros
montaña solitaria.
Y viniste alegre con tu canto
y me besaste toda con tu agua.
Me dejaste inquietud para la noche
y el alma enamorada.

Aún te veo, río de mi vida,
en la curva lejana,
te vas cantando más entre los chopos,
te vas cantando más que en tu llegada.
Y yo,
paralítica montaña;
inmóvil te recuerdo,
enferma de volcanes, alocada,
espero tu regreso, río loco,
que pasaste besando
mi cuerpo de montaña.
Tuviste que seguir tu destino de río,
y yo el mío triste de tierra amontonada.

Me dice el viento que vas al mar,
Te sigo río mío, con los ojos,
Te sigo río mío con los ojos,
ya que no puedo seguirte con las plantas.
Soñé... te quedarías a mi lado,
como un lago sin cisnes,
para siempre,
acunando mi ansia.
Qué locura más loca
enamorarse de un río una montaña!

Recordando “Lamento en la montaña”, en 2002 escribí este fandango dedicado a mi maestra:

Yo de ti me enamoré
y mi amor fue el de una loca
que quererte a ti es querer
seguir al río y ser roca
que no se puede mover.

Seguí su obra y su vida todo lo que pude y me permitía mi nuevo estado de gracia. La seguí por los libros de texto de mis hijos, cosa que me hacía sentir muy orgullosa y afortunada, por los amigos en común, Paco Campos y Rocío Moragas (musa del Grupo Cántico con quien a las dos nos unía una fuerte amistad), por la semilla de amor que dejó en mi corazón y ya brotaba... Cuando murió Gloria Fuertes le dimos un homenaje con el beneplácito de Paco Campos en su cultural y querida bodega y traje muchos niños para ello. Todos habían memorizado poemas de Gloria. Hubo globos y risas y todos los presentes sentimos su presencia.

También contamos con un invitado de honor, José Infante, que glosó como amigo personal a nuestra querida poeta. A Pepe, que así le llamábamos los que le conocemos de muchos años atrás, le gustó estar entre aquella chiquillería que recitaba poemas tan entrañables. Luego fuimos todos a una misa -que no sé muy bien el porqué- y cada cual le hizo, a solas, el duelo a su manera. Yo cogí mi su Antología Poética y recordé:


Gloria Fuertes nació en Madrid

a los dos días de edad,

pues fue muy laborioso el parto de mi madre

que si se descuida muere por vivirme.

A los tres años ya sabía leer

y a los seis ya sabía mis labores.
Yo era buena y delgada,

alta y algo enferma.

A los nueve años me pilló un carro

y a los catorce me pilló la guerra;

a los quince se murió mi madre, se fue cuando más falta me hacía.

Aprendí a regatear en las tiendas

y a ir a los pueblos por zanahorias.

Por entonces empecé con los amores,

-no digo nombres-,

gracias a eso, pude sobrellevar

mi juventud de barrio.

Quise ir a la guerra, para pararla,

pero me detuvieron a mitad del camino.

Luego me salió una oficina,

donde trabajo como si fuera tonta,

-pero Dios y el botones saben que no lo soy-.

Escribo por las noches

y voy al campo mucho.

Todos los míos han muerto hace años

y estoy más sola que yo misma.

He publicado versos en todos los calendarios,

escribo en un periódico de niños,

y quiero comprarme a plazos una flor natural

como las que le dan a Pemán algunas veces.

Palabra de Gloria.


Toma esta flor para siempre.
Te quiero, Gloria.

Recordándote, Mariví Verdú.

jueves, 9 de marzo de 2017

A MI TIA CARMELA DE CALLE SAN PABLO, por Pilar ZHeras

Por aquellos años tenía que hacer cómplices a toda la familia para que mi padre me dejara ir de viaje con el colegio, porque mi padre era difícil de convencer. Siempre tenía miedo a que pudiera pasar un accidente y quedarse sin su niña, pero yo no lo comprendía entonces, ahora sí.

Cuando comenté a mi tía Carmela la de calle san Pablo que mi padre me dejaba de ir al viaje de estudios se alegró mucho por que yo estaba muy contenta. Si alguna tarde llegaba muy cansada y me dolían los pies, ella me daba unos masajes con crema que me los dejaba nuevos, mientras me contaba mil veces las mismas historias de su recordado pueblo Dólar, que tuvo que dejar a los ocho años por que murió su padre, de la gripe. 

¿Cómo podía recordar tantas cosas de tan corta edad?. Tal vez porque fue la época más feliz de su vida. Toda su vida estuvo dedicada a trabajar por su madre y sus hermanas, a las que cuidó hasta que murieron. Una de sus hermanas era mi abuela, por eso cuando se quedó sola y enferma mi madre se la trajo a vivir con nosotros, ya que ella la había cuidado hasta que murió. Fue una verdadera alegría que mi madre trajera a vivir con nosotros a alguien tan bueno. Me parece oírla todavía con su lenguaje original, contando cosas de sus travesuras de niña como si le acabaran de pasar. Ojalá la tuviera a mi lado para contarle que he ido a su pueblo. Y que me he fotografiado frente a su casa, que he tocado el agua donde su madre lavaba la ropa en el río, y he paseado bajo los árboles que ella se subía de niña, he bebido agua en la fuente de la plaza. He cortado una rosa de cien hojas, y he comido un bizcocho como el de la receta que ella guardaba celosamente.
Era especial en todo, ¡qué manos para coser! Ni una máquina hacía las puntadas tan perfectas. Le gustaba tanto tener las manos ocupadas, esas manos con artritis, que cuidadosamente hacían ganchillo o los rosquillos más buenos, o los bizcochos más inmejorables. Era la bondad personificada. Un día la encontré en una foto antigua de un periódico, caminaba triste y vestida de negro, con una cestita en el brazo, hacia su trabajo, en uno los miles de días que pasó por allí, un fotógrafo la inmortalizó, en los años de la guerra.

Fue tan buena que merecía haber podido disfrutar más de la vida después de haberse jubilado. Vivió con nosotros la peor época, porque nuestra economía estaba en su peor momento, hicimos por ella lo que estaba en nuestra mano, para la época que era, acabó sus días comiendo papillas de cereales, y tomando la leche con una boquilla, en todo el año que pasó en la cama sin poder moverse. En sus últimos días apenas tenía lucidez, pero la recobró para rezar con toda su alma el día que vino el cura a darle la unción de los enfermos. Aquella mujer de piernas ligeras que sentía veneración por su madre, murió un mes de octubre, tan sencillamente como vivió. Y siempre pienso que me quería tanto, que siguió ayudándome desde la otra vida. 

Pilar Z. H.
AGOSTO 2004
Inspirado en los últimos años que mi tía vivió con nosotros