Ayer se despidió del mundo Guillermo Aguilera Cortés. Con sesenta y un
años recién cumplidos ha muerto uno de mis mejores amigos, una gran
persona a la que consideré un hombre de verdad. Hoy quiero honrar su
memoria con mis palabras agradeciendo en ellas lo que de bueno fuimos
capaces de sacarle a la vida, recordar su dignidad, ser agradecida por
todo lo que su conocimiento y sus manos mejoraron; volver a la tristeza
que tantas veces compartimos, regresar al dolor que siempre quisimos
fuera consolado, un dolor que fue mucho, dolor universal que algunas
veces, ante la impotencia asumida, ahogábamos en lo hondo de alguna que
otra madrugada usando la facultad de la palabra, desbordados de ideas y
deseando arreglar este desaguisado que sufrimos en nuestro planeta y que
él ponía siempre en manos de Dios. Guillermo estuvo presente en los
peores momentos de mi vida y supo decir el verbo correcto y el predicado
que más consolaba. Porque la amistad se trata de eso, precisamente de
eso, de andar el camino en el mismo sentido buscando ser mejores, de
hacer de la compañía un momento sagrado y del camino un motivo para la
salvación a la que en el fondo aspiramos y que tan negada se nos ofrece a
los seres pensantes. Siempre me alegré de su fe y puedo confesar que a
veces tuve envidia de tanto convencimiento.
Ayer, al volver del tanatorio, sentí la necesidad de buscar entre los
recuerdos y cogí su libro de poemas titulado “Los adioses” (una belleza,
por cierto, publicada por el Ateneo de Málaga), leí algunos y me
emocioné mucho recordando que la gran mayoría de ellos los escribió en
El Garitón durante el tiempo que pasó como invitado en mi casa;
fotografié sus colaboraciones en la revista “Calle del Agua”, una
publicación que con tanto cariño dimos a luz y en la que, tanto él como
Pilar Bugella, tuvieron un papel muy especial; saqué sus dibujos de
Silos -aún le recuerdo transfigurado al regreso de su estancia en el
monasterio-; recopilé las últimas fotos, la viejas fotos, muchísimas
fotos paseando por Málaga, en actos literarios, fiestas flamencas,
exposiciones de amigos con Rafael Alvarado, Antonio Ayuso, Paco
Chaves... en Comares con Paco Parra, en las fiestas de Antonio Arjona,
en el local que compartió con Juan, otro buen amigo, amante de la
madera, que se fue unos años antes que él... Ay, me quedo sin aliento.
He sentido bastante el no haber visitado a Guillermo en el hospital y
ahora me pesa doblemente. El invierno ha sido muy crudo también para mí y
he estado oyendo mi pecho demasiado, cuidándome esta asfixia que me
acerca a Guillermo más todavía. Ha padecido cáncer de pulmón y me
consta que ha sido consciente hasta última hora, organizando su
despedida en solo tres meses, desde que le dieron el diagnóstico hasta
ayer que todo fue consumado. Su lucidez, su toma de decisiones hasta
última hora, me la corroboró la madre de sus hijos, María José, la mujer
amiga y compañera que estuvo siempre al tanto de su mejor legado: sus
hijos, Ada y Guillermo, a quienes me consta que amaba profundamente y de
quienes se sentía satisfecho y orgulloso. La verdad es que sentí mucho
consuelo teniéndolos cerca y asumiendo su muerte junto a ellos. La
ansiedad no me llevó al bar ni a la calle y me senté lo más cerca
posible de mi amigo para hacer lo que más nos gustaba hacer: hablar.
Aunque creo que hablé demasiado. Hoy, más serena, quiero transmitirles a
los tres mi más sentido pésame. El tiempo siempre es pasado y me duele
que Guillermo esté solo en nuestra memoria de aquí en adelante.
Nacido en el desaparecido Barrio del Perchel, en el número diez de Calle Arco, era hijo de ferroviario y miembro de una familia numerosa que le dio las pautas de la esplendidez. Me contó muchas cosas de su infancia, historia dignas de recogerse en un perfecto manual de civismo, en un libro titulado la dignidad de las penurias. A pesar de que eran tiempos de hambre, el economato no la dejaba entrar en su casa aunque merodeaba insistentemente por su barrio y el resto de las viejas barriadas malagueñas. Yo venía también de una de ellas, de extrarradios, y significó mucho en nuestras vidas el cambio de domicilio provocando aquella entrada triunfal en la Plaza del Fuerte. Fuimos vecinos desde los años sesenta, ambos vivíamos en el mismo patio, en el de los nones. Ya de mayores, por mi negocio familiar, tuve la suerte de conocer y hacerme amiga de su madre, Pilar, y de su hermana Pili, dos grandes pilares de su vida. Y aunque cada uno había vivido su juventud a su manera, junto a sus padres, amigos y parejas, conocíamos de nuestra existencia y a la hora de madurar nos volvimos a encontrar con circunstancias similares, con vidas paralelas en un Carranque en decadencia, dándonos la oportunidad de conocernos mejor y afianzando, por tanto, la amistad. Desde entonces creamos muchísimos recuerdos juntos, siempre en el tono más respetuoso y digno, como no podía ser de otra manera. Compartimos amigos: un grupo de escritores, poetas, pintores, filósofos, escultores... artistas todos con mucho que decir en el mundo de las Bellas Artes, gente que me consta que le echará de menos tanto o más que yo.
Guillermo, con quien tuve la suerte de compartir tantos momentos
importantes, tantas conversaciones únicas, sabía distinguir el color de
la melancolía, guardaba el secreto de una vieja alquimia del vino y los
parámetros de la sabiduría. Siempre supo ponernos un traje de domingo a
los incrédulos, vistiéndonos de desnudez, sacándonos el alma a relucir.
Escuchaba atentamente a cada uno de nosotros, privilegiados
parroquianos, tras su celosía de cristal -aunque lo que más le gustaba
era la predicación, los dilemas y la discusión sin fin-. Era todo un
guerrero incansable que recogía en la noche su espada toledana recién
sacada del yunque, se arrimaba al alambique y hacía su cruzada con el
único fin de salvarnos de la mediocridad. Fue un hombre de fe, una
persona íntegra que no parecía ser de este mundo, un mundo que pierde un
ser privilegiado, un talento con corazón, un cristiano antiguo
religiosamente convencido, portavoz de todas las respuestas en la
palabra de sus ascendentes directos: María Zambrano, Unamuno y Cristo.
Gracias, Guillermo, por salvarme del fuego aquellos muebles tan queridos, por dejarme las puertas de mis roperos como las paredes del corazón: de seda. Gracias por darle sentido al sufrimiento y por haberme contado cientos de historia que recuperaré en tu memoria. Seguiré escribiendo sobre la gente inmortal ¿te acuerdas? aquel día en La Anchoita mientras veíamos correr el diluvio...
Descansa en paz, amigo mío.
Gracias, Guillermo, por salvarme del fuego aquellos muebles tan queridos, por dejarme las puertas de mis roperos como las paredes del corazón: de seda. Gracias por darle sentido al sufrimiento y por haberme contado cientos de historia que recuperaré en tu memoria. Seguiré escribiendo sobre la gente inmortal ¿te acuerdas? aquel día en La Anchoita mientras veíamos correr el diluvio...
Descansa en paz, amigo mío.
Desde El Garitón, lugar que tanto te gustaba, con todo mi cariño.
Mariví Verdú.
He escogido como punto y final el poema número XIII de tus adioses.
Ven y dime, amor,
cómo se llama
esto que ahora
se ha abierto en mi costado,
esto que sabe a cordillera o río,
a metal acerado y no duele,
y se desliza y no puedo hacer nada,
que tal vez no quiera, y se aleja,
y consigo me lleva, y no duele.
Dime el nombre, dime
cómo me llamo ahora
para que alguien lo sepa
si me ve pasar.
Dime, amor mío, esto que
has puesto entre los dos,
esto que sangra y no duele.
Esto que me recoge desde el nacimiento,
esto que soy ahora cuando empiezo
a ver que no habrá más espejos.
LOS ADIOSES
Nº 5
Colección Plaza Mayor de Poesía. Ateneo de Málaga. Año 2009
Guillermo Aguilera
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