jueves, 12 de septiembre de 2019

LA ALBAHACA Y LAS GOLONDRINAS, dos relatos de Pilar Z. Heras


La imagen puede contener: una persona, de pie y exteriorLa Albahaca

Albahaca, que bien suena esta palabra, y que bonita es, tan verde y aromática. Unos días antes de la llegada de la primavera, por San José, mi abuela Mamía sacaba sus semillas celosamente guardadas desde el año anterior y las ponía en un sitio protegido, en varias macetas, a esperar que salieran las plantitas.
Las que salían ya empezaban a oler con ese aroma que a nosotros nos gustaba, pero no a los mosquitos. Las trasplantaba y las regaba con mimo, nunca las olvidaba por muchas tareas pendientes que tuviera. Ellas crecían en forma de arbolito, que el viento mecía esparciendo su aroma.
Mi abuela las adoraba y estaba pendiente cuando las pequeñas florecillas blancas salían y las semillas para guardarlas nuevamente, no las abrazaba y besaba porque se podían aplastar, pero ganas no le faltaban. Le gustaba rociarlas con gotitas de agua con el tarrito que humedecía la ropa de la plancha.
El día que un tarrito parecido que contenía alcohol se cruzó en su camino, la pobre albahaca quedó hecha un fósil; de nada le sirvieron las duchas en la bañera ni ningún otro remedio. Cada vez que huelo la albahaca además de recordar la rica salsa al pesto pienso en mi abuela y en su amor por las macetas.
Al aspirar profundamente ese aroma, es a mi abuela a quien siento, y la veo tratando de salvar su maceta, a la que quemó sin querer con alcohol. Desde aquel día, Jamás ha durado una maceta de albahaca mas de una semana en la casa, por mucho mimo que se le dé, aunque se riegue con agua mineral se seca irremediablemente.



La imagen puede contener: una persona, primer planoLas golondrinas
 
Me asomo a la ventana y mirando a lo alto sonrío al ver la belleza lejana de los vencejos planeando en el aire cálido. Tienen una silueta parecida a las golondrinas de cerámica que tenía mi abuela en su casa, que volaban hacia el techo; colgadas de un clavo grueso, en las paredes altas, como en una primavera eterna
Mi abuela María adoraba a las golondrinas, que hacían siempre sus nidos en la misma viga, sobre su puerta de madera maciza y oscura, ella les hablaba dulcemente en cuanto las veía traer las bolitas de barro para reparar sus nidos del año anterior. Conocía muy bien a los pequeños arquitectos de pecho blanco y mullido y disfrutaba mucho con su algarabía
En este verano, un poco atrasado llegan a mi oído los sonidos de la mañana, me hacen soñar con esas golondrinas cada vez más escasas y viajar a otro tiempo con los ojos entornados. Solo el rugido de la cafetera y el aroma del café me hace regresar, para llenar la única taza que hay en la mesa y que está decorada con unas diminutas golondrinas.


Pilar Z. Heras -Verano 2018

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