La Albahaca
Albahaca, que bien suena esta palabra, y que bonita es, tan verde y
aromática. Unos días antes de la llegada de la primavera, por San José,
mi abuela Mamía sacaba sus semillas celosamente guardadas desde el año
anterior y las ponía en un sitio protegido, en varias macetas, a esperar
que salieran las plantitas.
Las que salían ya empezaban a oler con ese aroma que a nosotros nos gustaba, pero no a los mosquitos. Las trasplantaba y las regaba con mimo, nunca las olvidaba por muchas tareas pendientes que tuviera. Ellas crecían en forma de arbolito, que el viento mecía esparciendo su aroma.
Mi abuela las adoraba y estaba pendiente cuando las pequeñas florecillas blancas salían y las semillas para guardarlas nuevamente, no las abrazaba y besaba porque se podían aplastar, pero ganas no le faltaban. Le gustaba rociarlas con gotitas de agua con el tarrito que humedecía la ropa de la plancha.
El día que un tarrito parecido que contenía alcohol se cruzó en su camino, la pobre albahaca quedó hecha un fósil; de nada le sirvieron las duchas en la bañera ni ningún otro remedio. Cada vez que huelo la albahaca además de recordar la rica salsa al pesto pienso en mi abuela y en su amor por las macetas.
Al aspirar profundamente ese aroma, es a mi abuela a quien siento, y la veo tratando de salvar su maceta, a la que quemó sin querer con alcohol. Desde aquel día, Jamás ha durado una maceta de albahaca mas de una semana en la casa, por mucho mimo que se le dé, aunque se riegue con agua mineral se seca irremediablemente.
Las que salían ya empezaban a oler con ese aroma que a nosotros nos gustaba, pero no a los mosquitos. Las trasplantaba y las regaba con mimo, nunca las olvidaba por muchas tareas pendientes que tuviera. Ellas crecían en forma de arbolito, que el viento mecía esparciendo su aroma.
Mi abuela las adoraba y estaba pendiente cuando las pequeñas florecillas blancas salían y las semillas para guardarlas nuevamente, no las abrazaba y besaba porque se podían aplastar, pero ganas no le faltaban. Le gustaba rociarlas con gotitas de agua con el tarrito que humedecía la ropa de la plancha.
El día que un tarrito parecido que contenía alcohol se cruzó en su camino, la pobre albahaca quedó hecha un fósil; de nada le sirvieron las duchas en la bañera ni ningún otro remedio. Cada vez que huelo la albahaca además de recordar la rica salsa al pesto pienso en mi abuela y en su amor por las macetas.
Al aspirar profundamente ese aroma, es a mi abuela a quien siento, y la veo tratando de salvar su maceta, a la que quemó sin querer con alcohol. Desde aquel día, Jamás ha durado una maceta de albahaca mas de una semana en la casa, por mucho mimo que se le dé, aunque se riegue con agua mineral se seca irremediablemente.
Me asomo a la ventana y mirando a lo alto sonrío al ver la
belleza lejana de los vencejos planeando en el aire cálido. Tienen una
silueta parecida a las golondrinas de cerámica que tenía mi abuela en su
casa, que volaban hacia el techo; colgadas de un clavo grueso, en las
paredes altas, como en una primavera eterna
Mi abuela María
adoraba a las golondrinas, que hacían siempre sus nidos en la misma
viga, sobre su puerta de madera maciza y oscura, ella les hablaba
dulcemente en cuanto las veía traer las bolitas de barro para reparar
sus nidos del año anterior. Conocía muy bien a los pequeños
arquitectos de pecho blanco y mullido y disfrutaba mucho con su
algarabía
En este verano, un poco atrasado llegan a mi oído
los sonidos de la mañana, me hacen soñar con esas golondrinas cada vez
más escasas y viajar a otro tiempo con los ojos entornados. Solo el
rugido de la cafetera y el aroma del café me hace regresar, para llenar
la única taza que hay en la mesa y que está decorada con unas diminutas
golondrinas.
Pilar Z. Heras -Verano 2018
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