sábado, 10 de octubre de 2009

EL ESPEJISMO DEL TRIGO


Hay un cierto vapor acristalado que suele verse rasando sobre los mares de agua, de cereal o de arena. Se da igual en la bahía, en el alquitranado o en la vega. El pensamiento y el alma, atributos humanos, también padecen el desdoblamiento vaporoso y volátil de los espejismos. Así como Dios, que sufre de este aparente juego de ser y no ser, pero no lo reconoce. A Él no le importa lo más mínimo donde está su divinidad, Él es el divino espejismo. Y el tiempo es su bisel, la luz su onda expansiva, la eternidad su ausencia, y el halo de melancolía donde refleja su rostro nuestra propia conciencia.

Mi corazón, latiendo ya a fuerza de limones, se desdobla en el dulce espejismo de la mañana de enero marceado, con todo el dolor del mundo diluido en azahares. Capricho es de la propia naturaleza la fuerza de torrente de mis lágrimas, no de mi voluntad. No debiera haber motivo de llanto si hay aliento. El vaho del espejo dice de mi existencia tanto o más que el poema recogido del rocío eterno. Ambos soy: agua. Aguarena también podría ser el nombre de mi alma. La descubrí de niña, estaba en el horizonte iluminado ante el espejismo de los campos de Monte, cerca de los Arcos de Zapata, antes de tomar tierra algún avión allí, donde los nogales y las alcachofas estaban desde siempre. Recién estrenada, se bautizó entre los charcos de la Realenga y la Haza Honda, enjaezada con vinagretas amarillas. Creció en la duda y en la generosidad de la luz del sol y del trueno y se desdobló, al fin, en amor y pena. Vivió y vive dentro de la Misericordia.

El corazón gritando y el alma afilando lápices me otorgaron el más preciado espejismo: la palabra. El modo de expresión y de contacto más profundo, directo y prolongado de cuantos hayamos disfrutado los herederos del paraíso. Un mágico doblez caprichosamente humano Desconocía su alcance cuando pronuncié, enviando besos, con mis recientes labios: agua, papá, mamá y pan.

Ya en Babel adivinaba algo pero lo había olvidado. Hizo falta ir a la alberca a volar las libélulas y oler la primavera dos o tres veces para saber qué había puesto en mi boca la dulzura divina. Necesité un babero blanco y un libro de K. Ito para poner a prueba mi memoria, sufrir el desgarro de la dentera y emborrizarme de tiza para coger su pulso. Un perfume a libreta fue impregnando mi infancia y apareció en el corazón de mi diestra la jorobilla del lápiz. Ya toda mi pasión era de celulosa; ya todos los colores eran alpinos. Pupitre, regla, goma, mi sitio y mi cartera. Oraciones y refranes fui guardando en un estuche de dos pisos. Rellené adolescentes cuadernos con trazos de bic azul marino.

Nada me dijo tanto como el libro contado. Creía en la palabra mucho más que en el viento, mucho más que en la implícita sombra que me siguió en la comba. Amé leyendo versos y maquillé mis ojos de churretes de mina.

Había que dejar que llegaran los cánticos de mayo con el verso escondido entre sus llamanovios. Después vino la rosa tal cual era.

La noche, inmaculada de astros antiquísimos, espejismo oscuro del sol, es el divino abono de la palabra escrita, la luzbel del poema, farola de mi sueño, recogimiento alado del más breve y eterno instante. En ellas, desdoblada, mi alma. En ella, noche y palabra, se reparten la razón de mi aliento. Amapola nocturna. Espejismo del trigo.

Mariví Verdú
Foto de Pedro Durán para Archivo FeM